Llegamos a vivir por etapas, disfrutando de cada momento porque, si hemos de decir la verdad, hubiéramos fracasado desde el inicio de haber pensado siempre en el objetivo final, increíblemente lejano. Al menos así parecía a veces. San Fernando Velicatá Rey de España, un nombre tan largo como la cantidad de polvo que se ha acumulado en el lugar durante tantos años, es la única misión franciscana en toda la península; no quedan de ella mas que unos cuantos muros de adobe que difícilmente podrían identificarse de no ser por el letrero que la señala como tal y porque algunas personas, muy pocas en realidad, conocen el lugar y su historia. Todo ello a unos cientos de metros de la carretera transpeninsular. San Fernando marcaba el inicio de una nueva etapa en la que nos adentraríamos por las "primeras entradas" que habían hecho Wenceslao Linck, Juan Crespí y Junípero Serra.
Siempre hacia el norte, dejando deslizar los kilómetros bajo nuestros pies y el sol sobre nuestras cabezas, nos adentrábamos en la sierra de San Pedro Mártir. En un momento se nos antojó que estábamos al final de la expedición. ¿Al final? Debíamos estar soñando otra vez porque faltaba mucho todavía. La frontera con Estados Unidos era nuestra meta principal.
Por el momento, todavía estábamos en las cercanías de San Fernando. El Cartabón nos mostró una vez mas que Baja California tiene una historia escrita muy antigua. Los petroglifos aparecían sobre numerosas rocas, en numerosos diseños, con una antigüedad de cien siglos o cien años, ¿quién podría afirmarlo? Un poco más adelante, otro vestigio del pasado: una enorme hoja de pedernal tallado, del tamaño de la mano. A partir de ahí, todo era una incógnita porque, incluso, carecíamos de uno de los mapas de la zona.
Al paso de los días habíamos perdido la noción de los días; al cabo de varias semanas, caminar era algo tan automático como respirar —igual que sucedía con muchas otras cosas—; cuando los meses se acumularon también habíamos perdido la noción de las distancias. Nos habíamos escondido del eterno sol en el Llano de San Gregorio y en todas partes habíamos pasado sed. Incluso, ya que andamos en confesiones, experimentamos las fricciones internas que se dan en toda expedición, sobre todo en aquellas donde no se puede ver a otras personas que a los compañeros, ni se puede platicar con nadie más y se tiene que vivir junto a ellos día y noche. Día tras día, sin tener otra cara que ver ni otra persona con quien platicar.
Pero las superamos y obtuvimos nuestras pequeñas grandes recompensas: el susurro del viento, la barrera inconmensurable del mar, la sangre de los crepúsculos sobre el cielo y nuestra cotidiana cobija de estrellas, indicando nuestra ruta a seguir. Nos sentíamos dispuestos a comernos el mundo a mordidas.
CUATREROS Y VENADOS
Al entrar al Cañón del Arroyo Grande (que, por supuesto, sólo lleva el agua suficiente como para ser considerado como tal) encontrábamos ganado vacuno que se espantaba con nuestra presencia y esto mismo nos permitió una diversión que no esperábamos: pronto aprendimos que en su carrera escogían la vereda más corta y que resultaban excelentes guías, así que adquirimos la costumbre de gritarles una vez que las veíamos y solas corrían como escapando de un carnicero. De esta sencilla manera nos convertimos en un par de cuatreros modernos, con mochilas a la espalda y como única arma una cámara fotográfica, azuzando a cualquier vaca para encontrar la vereda mejor. Alguna vez tuvimos más de cuarenta cabezas reunidas, pero a la siguiente vuelta del arroyo sólo había tres. Fácil llegan, fácil van.
Días después tuvimos una plática muy interesante con los rancheros que se habían establecido temporalmente en el paraje El Pozo: una vez al año, se reúnen a "vaquerear" los cientos de reses que hay en los alrededores y que son de diferentes propietarios. La plática giraba alrededor de la extinción de especies cinegéticas.
"Aquí viene mucha gente. Los que no vienen a la Baja 500 y dejan destrozos, vienen a cazar un venadito o un borrego. Si cazaran uno solo, no habría problema, pero vienen en sus carros y aviones [helicópteros], con sus rifles automáticos, los lamparean de noche y matan uno o doce o veinte o cien y mientras más, mejor. Si los fueran a comer, ni qué decir porque uno ya sabe lo que es andar con la tripa amarrada. Pero no: los dejan allí a que se pudran y engorden las auras y los gusanos. Les importa matar y sacarse fotos con los animalitos asesinados. No saben que el venado y el borrego se acaban y no respetan a las hembras ni a las crías. Por eso a ustedes les preguntamos que era lo que hacían (no vaigan a creer ques porque somos gente maleducada), porque cuando estamos por aquí procuramos que no se cometan injusticias con los animales".
En efecto: el encuentro había comenzado un poco violento cuando nos preguntaron con mala cara de dónde veníamos y cuántos éramos. Nos hicieron muchas preguntas antes de invitarnos a pasar (señal de que algo fuera de lo normal estaba pasando) o invitarnos agua o café. Incluso, llegamos a creer que se trataba de narcotraficantes. Pero con esa plática no nos quedó más que sentir una honda simpatía por los vaqueros que defendían tanto como podían los enormes territorios en los que vivían a pesar de estar tecnológicamente en desv