Tuvimos una primera impresión de la grandeza de San Pedro Mártir cuando divisamos la Sierra de San Miguel, que es la porción meridional de San Pedro Mártir. Sabíamos que detrás de esos primeros flancos rocosos se encontraba una región sumamente difícil. Nuestro camino era el seguido por Wenceslao Link y, muchos años después, por Juan Crespí, quien antecedió en un mes a Junípero Serra. Poco a poco nos fuimos quedando con el viento, lejos de las carreteras.
Decidimos visitar la misión de San Pedro Mártir y para ello tuvimos que subir un pedazo de sierra. Unos amigos —uno siempre puede encontrar amigos en los rancheros de los lugares más recónditos— nos hablaron de la vereda que conduce a lo alto, hacia la misión más alta de la península: una vereda como una cinta que se enredaba en los pedrones, se sostenía tras los arbustos y subía, subía... quizá la más solitaria también. Seguimos el arroyo pero perdimos la senda y tuvimos que seguir a fuerza de orientarnos con el mapa y hubiera sido todo perfecto de no ser por la densa vegetación de matorrales que nos atajaba el paso a cada momento.
Casi al atardecer, llegamos a la meseta superior donde alguna vez estuvo la misión. De ella no queda nada. Pudimos saber que estábamos en el sitio indicado por la lámina que una vez fue el letrero que colocó don Tomás Robertson junto a una gran zona donde se resaltaban diferentes prominencias que alguna vez fueron los cimientos de la misión. En el suelo había pedazos de porcelana fina, huella de los recipientes donde se tomaba el chocolate.
Ahí comencé a darme cuenta de lo débiles que estábamos. El esfuerzo había sido fuerte, pero no demasiado, y sin embargo estaba agotado y por la tarde tuve fiebre. El descenso no lo hicimos por el mismo lugar —ya sabíamos lo que era atravesar muros de verde vegetal y no queríamos repetirlo—, sino por el cauce vertical del río, entre cascadas de todas formas y que no habían de fallarnos con el suministro de agua ni con impresiones visuales tan hermosas como sólo pueden serlo las cascadas en un desierto.
SALTO DE SAN ANTONIO
Fernando Jordán, en su libro El Otro México: biografía de Baja California había llamado nuestra atención al mencionar una cascada de 900 metros de altura en la Sierra de San Pedro Mártir. ¡Casi un kilómetro! Como quedaba cerca de nuestra ruta, decidimos investigar de cerca. A partir del rancho San Antonio caminamos hacia el este, siempre subiendo y brincando de roca en roca hasta que apareció frente a nosotros una muralla blanca por donde se dejaba escurrir un tremendo chorro de agua desde muchos metros arriba. El canal por donde se deslizaba seguía una espiral y no podíamos ver desde qué altura comenzaba el Salto de San Antonio. "El Chorro", le decían los rancheros. ¿El agua? Helada. Era una cascada muy alta, es cierto, pero no creíamos que tuviera 900 metros de altura; 300, 400, tal vez, pero no de un solo salto. Así que el problema quedaba sin solución inmediata. Faltaba una exploración más profunda de la zona.
Hicimos un hallazgo más en el lugar: Junípero Serra habla en su diario de una rosa silvestre de la siguiente manera: "Parece que se acabaron las espinas y las piedras de California, pues estos tan altos montes son cuasi pura tierra. Flores muchas y hermosas, como ya tengo antes anotado, y para que nada faltase en esta línea, hoy [2 de junio de 1769] al llegar al paraje hemos encontrado con la reina de ellas, que es la Rosa de Castilla. Cuando esto escribo tengo ante mí una vara de rosal con tres rosas abiertas, otras en capullo y más de seis deshojadas. Bendito sea el que las crió." Era el mismo lugar y aunque para nosotros era el primero de mayo de 230 años después, también teníamos ante nosotros varias rosas de Castilla en botón y en capullo. Fascinante.
HAMBRE
Mientras los dos Carlos ascendíamos por la cascada, Alfonso y un muchacho del rancho, otro amigo, pescaron veinticinco truchas en tres horas. Nunca hasta entonces habíamos hecho un sincero homenaje a Mr. Hutt, un "sembrador de truchas" en los ríos de la sierra: asadas sobre las brasas, las truchas inundaron nuestra hambre. Las hubiéramos comido hasta crudas porque nuestros alimentos estaban escaseando desde hacía mucho y no habíamos comido lo suficiente.
Debo aclarar que no se trataba del hambre común y corriente que sentimos todos los días, cuando se nos antoja llenar el estómago de algo que se nos antojó. No señor. Se trataba de la verdadera hambre. Hambre, para ser más exactos. Crónica, como la noche de todos los días. Estar lejos de zonas habitadas implica muchas dificultades, pero quizá la más insidiosa era esa hambre que, pese a estar prevista desde el principio, nos rodeaba cotidianamente. Cada uno veíamos enflaquecer al compañero poco a poco e irremisiblemente. Antes de ascender a la misión de San Pedro, un nopal completo había desaparecido por las aberturas que teníamos por bocas y desde hacía tiempo que teníamos sueños gastronómicos donde aparecían platillos de todos tipos.
Una mañana me había despertado con mucha hambre y después de nuestra escueta ración —algunas galletas y una ridículamente pequeña porción de comida deshidratada que ya nos tenía hartos—, se me antojó un pan. "Llegando a Ensenada te invito a un lugar donde hacen unas donas riquísimas", dijo Carlos. Desde ese día, y faltaban muchos, despertaba sintiendo a Ensenada cada vez más lejos porque la dona que satisfaría mi hambre era cada vez más grande. Por supuesto, una dona no bastó. Fueron doce las engullidas sin descanso apenas.