EL VOLCAN DE LAS VIRGENES
El 3 de marzo llegamos a San Ignacio, aquella misión que los mismos jesuitas consideraron "frontera" durante mucho tiempo porque al norte se extendía el árido Desierto Central, el lugar donde no hay agua y donde todo aquello que tiene líquido es exprimido hasta deshidratarse. Pero junto a San Ignacio está el volcán más alto de toda la península: Las Tres Vírgenes. A un ranchero le habíamos preguntado si había un camino para ascender. "Sí; yo subí una vez hasta arriba porque todas mis chivas se treparon al monte y a'i voy a bajarlas". El dato quedó en mi mente hasta que decidí ascender el volcán durante uno de los días que tomamos de descanso en San Ignacio.
Cuando atravesé el larguísimo pie de monte del volcán quedé completamente espinado por la falta de vereda y la abundancia de defensas vegetales. Pero, finalmente, hallé una senda que me adelantó hasta un pequeño puerto. Ahí me desvié hacia el volcán, pues había ido ascendiendo entre el volcán El Azufre y el de Las Tres Vírgenes. Fui a dar a un extenso campo de lava en el cual se debe andar con mucho cuidado porque un tropezón ahí significa con toda seguridad una fractura. En la antecumbre, la vegetación se hizo más densa y me dificultaba el paso al grado de avanzar 10 metros por minuto. Ahí, mi pulso ascendió a 190 por minuto. Estaba cansado. [...] A las 15:00 horas llegué a la cima. Esperaba el cráter típico de un volcán pero me encontré con que lo que había sido un cráter se había destruido y sólo quedaban dos cumbres; en la principal había una cruz en la que se leía: "Volcán de las Tres Vírgenes. 1994 m. En memoria de los heroicos mineros de Santa Rosalía." Sólo me faltaba el regreso y por eso me desesperó no poder hallar el camino que había abierto de subida. Más abajo me di cuenta que la noche vendría antes de que llegara al vehículo. Podía vivaquear pero de cualquier forma trataría de llegar.
Con el atardecer vinieron las infinitas tonalidades del crepúsculo y en un descanso —había guardado la cámara— nos encontramos frente a frente un borrego cimarrón y yo, a menos de cinco metros. Ambos nos sorprendimos y él salió huyendo. Yo me quedé quieto y maravillado por mucho tiempo. Caminé mucho tiempo de noche y finalmente localicé el vehículo. Al hotel donde descansaban mis compañeros llegué a las 12:20 de la noche. Mi aspecto era desastroso porque estaba todo rayado y el rompevientos estaba totalmente desgarrado, pero en esos momentos era el hombre más rico del mundo: un borrego cimarrón que no había podido olfatearme —porque el aire estaba a mi favor— era algo que bien valía la pena todo el cansancio que llevaba. No se trataba de ascender sólo para buscar paisajes hermosos, sino de todo un reencuentro con la naturaleza. ¿Había valido la pena subir durante un día de descanso? ¡Por supesto! ¿qué más podía pedir?" [Bitácora: marzo 6, 1989].
Estábamos contentos porque todo estaba saliendo bien. Nos quedaba todavía bastante tiempo por caminar, muchas experiencias que obtener (quizá la más difícil sería el Desierto Central), pero, estábamos seguros, llegaríamos a nuestro objetivo si seguíamos trabajando como lo habíamos hecho hasta entonces: juntos.