Estábamos a diez kilómetros de Ensenada (quisiera decir de las donas, pero no sería correcto) o, mejor dicho, a la entrada de ella. Nos recibieron familiares y amigos. Caminarían hasta el centro de la ciudad con nosotros. Hallamos otra sorpresa agradable: pocos metros después de este primer grupo, un señor nos alcanzó, nos hizo la plática de la caminata (¿cómo sabía de nosotros?) que habíamos hecho y después nos pidió de favor que saludáramos a un familiar que no podía andar y estaba en su automóvil. Esta persona había seguido todo el desarrollo de la expedición, desde la primera entrevista por radio, dos meses antes de haberla iniciado, y a través de los pequeños informes que mandábamos al programa de radio del señor Luis Lamadrid. La noche anterior no había dormido porque sabía que pasaríamos por el lugar y quería recibirnos. ¡Y nosotros que llegamos a sentirnos un tanto solos, en un mundo totalmente aparte, sin presentir siquiera que lo que hacíamos era parte de la vida de otras personas!
Al caminar kilómetros y kilómetros —llegarían a ser 2,346— casi nos habíamos olvidado del mundo. De alguna manera, nos habíamos envuelto en un manto de soledad porque sólo así tendríamos éxito. Pero Ensenada nos mostró que no había sido un evento meramente individual porque muchas personas acudieron a recibirnos sin habernos conocido antes. Todo el sentimiento de los bajacalifornianos se volcaba en muestras de adhesión: caminando a nuestro lado, saludándonos desde sus carros y recibiéndonos con una auténtica fiesta.
Yo no soy explorador por buscar el reconocimiento de la gente, sino porque, sencillamente, es mi forma de vivir. Es más: hubo un tiempo en que llegó a molestarme cualquier manifestación de este tipo. De alguna manera, soy introvertido. Lo mismo pasa con Carlos. Pero entonces nos sentíamos muy bien. Dos grupos musicales de gran categoría habían acudido a alegrar el ambiente sin cobrar un centavo. Horas y horas pasamos frente a la gente, contestando cientos de preguntas que jamás nos molestaron porque de una manera sencilla nos hicieron regresar del siglo XVIII al XX. Estuvimos, en cuestión de horas, en la civilización nuevamente.
UNA NUEVA FRONTERA
Descansamos algunos días en Ensenada y después establecimos una verdadera carrera hacia Tijuana porque deseábamos terminar la expedición. En un día avanzamos cincuenta y siete kilómetros y un par de días después llegamos a la frontera. ¿Cuál frontera? Algunos kilómetros antes de Tijuana visitamos un monolito rocoso que es prácticamente desconocido: la mojonera de Palou. Ella marca el lugar donde estuvo la frontera original entre la Alta o Nueva y la Baja o Antigua Californias: una separación entre los dominios que pasaron a ser de franciscanos y dominicos, respectivamente, una vez que fueron extrañados de los territorios españoles los jesuitas. Entonces se podía hablar de "la península" y "el continente", como se hace todavía. La mojonera no es más que un promontorio rocoso y cuando Estados Unidos se anexó la Nueva California, la frontera política se tuvo que mover para que la península no quedara aislada.
Un nuevo recibimiento nos hizo sentir orgullosos —sí: más— de ser mexicanos. Ahí, en Playas de Tijuana, terminaba el territorio nacional y la península de Baja California. Pero debíamos ir más allá porque seguíamos el diario de Juan Crespí. El fue quien realizó la primera entrada y Serra lo siguió un mes después, y su expedición concluía en la Bahía de San Diego.
La Sociedad de Historia de la Misión de San Diego de Alcalá, en la ciudad de San Diego, nos había invitado a terminar la expedición precisamente en la primera misión franciscana que fundara Junípero Serra. Allá llegaríamos un par de días después. También nos harían un recibimiento, pero en el fondo los tres sentíamos que no podía haber otro como el de Ensenada, con la espontaneidad de la gente. Nos abrazamos los tres y de esa callada manera sabíamos darnos las gracias por una experiencia como jamás se repetiría después. ¿Héroes? Nos dijeron que éramos tales, pero sólo hicimos cumplir un sueño común que tenía mucho tiempo añejándose.
Una hora antes de llegar a la "línea" internacional (¿porqué debían existir barreras entre los hombres?) veíamos desde una colina de Tijuana la Bahía de San Diego. Desde ahí volvimos la vista hacia atrás: toda esa distancia se había deslizado bajo nuestros pies en cinco meses, en cientos de litros de sudor, en una cantidad increíble de kilos perdidos. Pero toda esa extensión recorrida era nuestra. El sol... la tierra... el agua... la sed... el camino real... las primeras entradas... el mar... las misiones... la gente... Todo estaba ahí, dentro de nosotros.