Tres días caminando hacia el norte nos dejaron en Las Animas, a la mitad de la distancia de la enorme bahía de La Paz. Frente a nosotros se extendía una muralla rocosa de proporciones gigantescas a través de la cual debíamos cruzar la Sierra de la Giganta porque así lo había hecho el padre Clemente Guillén en 1720. Pero... ¿cómo? Todo era vertical. Habíamos platicado con don Guillermo Almaraz, un anciano conocedor de toda la zona y nos explicaba que por donde queríamos pasar no existía vereda alguna. Sin embargo... el diario de Guillén —que habíamos leído varias veces— mencionaba el paso de mulas. Lo volvimos a leer. No había lugar a dudas: debía ser por ahí; esa pared había sido el itinerario de su primera entrada. El mismo don Guillermo nos mandó con Rafael Amador y éste nos mencionó que sí había un paso: el "Testerazo de las Animas", un camino para borrego cimarrón que se delineaba apenas por entre las rocas, pero solamente cuando se estaba junto a él.
Al otro día, subíamos por el arroyo hasta donde comienza la montaña. Rafael era nuestro guía y era difícil seguirle el paso tanto por lo empinado del terreno como por el peso de las mochilas. "Yo puedo subir corriendo, pero si los dejo solos, ¿qué hacen?". Apenas lo había dicho, se arrepintió de ello. Era una falta de modestia; lo sabía y se puso colorado —era de tez blanca— por su error. Pero era cierto. Cuando llegó el momento de dejarnos, lo vimos bajar con una velocidad impresionante, saltando de roca en roca y sin atender apenas la rapidez que daba a sus piernas, saltaba de roca en roca y sus huaraches se adherían al piso en la vertiginosa carrera por alcanzar el fondo. Entonces recordé un detalle de su plática: "Al borrego cimarrón lo alcanzo y lo derribo en plano. Pero si toma la pendiente, nadie lo alcanza. Ni el lión."
EL TESTERAZO DE LAS ANIMAS
Lo que teníamos por delante era un estrecho pasillo de apenas un metro de ancho. Ahí se le habían desbarrancado algunas mulas a Guillén y no supimos antes de ahora el porqué. Era la primera vez en la expedición que nos alejábamos de caminos transitados. Pero, ¿era éste el verdadero camino por donde había pasado el explorador jesuita? Muchos derrumbes han ocurrido en esas paredes desde entonces, uno de ellos tapó la Cuesta de Federico, un camino que el hombre hizo a fuerza de brazos para bajar el palo blanco con que curte las pieles. El camino exacto tal vez no, pero la ruta general sí que lo era: estaba ahí el manantial en el que habían bebido hacia la una de la tarde, después de haber bajado por la montaña. Desde entonces, el camino no volvió a ser recorrido. Era una vereda perdida... una primera entrada.
Alfonso Cardona, nuestro compañero de apoyo, nos acompañó un tramo bastante largo para realizar una grabación de nuestro ascenso. Desde arriba lo veíamos empequeñecer conforme subíamos y el terreno era cada vez más aéreo, más espectacular, más del noroeste de México: espacios abiertos hasta el infinito donde la mirada no tiene más barreras que su propio alcance. Ahí se comprende mejor que cada quien tiene un mundo no más grande que lo que alcanzan a recortar sus ojos.
En la parte superior de la sierra todo era diferente: si en el lado de la costa el terreno era árido, ahí era una coraza de espinas y ramas que dificultaban el avance. Caminamos hasta el atardecer, hasta que la luz nos lo permitió. En realidad no habíamos tenido un solo problema técnico desde nuestra salida de Cabo San Lucas y nos pudimos dar el lujo de ese derroche de energía. Al día siguiente lo resentimos: el sol, por primera ocasión durante el año —y era ya 23 de enero—, nos hizo callar mientras caminamos; el diálogo que habíamos sostenido desde el inicio se convirtió, por obra del calor y el esfuerzo, en plática interna con nuestro propio yo. Así tendríamos muchos días, muchas conversaciones que nos llevarían a... ¿dónde?
MISION DE LOS DOLORES
Del lado occidental de la sierra, habíamos seguido el Camino Real hasta llegar a un caserío llamado Primera Agua. A partir de ahí, el camino era, nuevamente, difícil de encontrar porque ya no se usa mucho. Tardamos todo un día en cruzar una zona llena de cerros, cañadas y espinas para llegar a los Llanos de Kakiwí, donde los "llaneros", como se nombran a sí mismos un tanto en broma, nos recibieron con mucha cortesía. Nos esperaban y eso era una sorpresa para nosotros, pero ellos estaban informados de nuestro viaje. "Nos dijeron que iban a pasar y que no nos espantáramos ni pensáramos que venían en mala forma. Aquí nos tienen para cuando gusten. Esta es su casa y pueden regresar cuando quieran". "Nos regalaron con un desayuno exquisito: machaca de pescado y frijoles con sus respectivas tortillas de harina y el indispensable café. ¡Con qué pocas cosas puede el hombre ser feliz!" [Bitácora: enero 29 de 1989]. ¿Regresar? Pero... ¿quién se quería marchar?
Al otro día, don Porfirio Amador Higuera, uno de los llaneros, nos llevó hasta Los Burros, un caserío de pescadores en el que viven once familias. "Lo sabemos con exactitud porque cantamos once mañanitas el 10 de mayo pasado". Hasta la misión de Los Dolores —muchas veces confundida en los mapas como Los Burros— nos acompañó Lucio Romero. La añeja misión fue abandonada y después rehabilitada como hacienda, por lo que pueden verse algunas construcciones y una gran bodega con una reja de acero que servía de cava, pues se producía mucha uva, y que ahora es utilizada para almacenar cebollas y otros productos que cosecha la gente. Estando en la misión, toda rodeada de riscos y peñas verticales y, sobre todo, conociendo ya la ruta que había seguido Guillén, se nos hizo del todo obvia: debía ser por ahí y por ninguna otra parte. Habíamos vuelto a recorrer un camino completamente olvidado. Lo que faltaba de camino hasta Loreto era prácticamente por la costa, impresionante por su magnitud, por su soledad, por sus pescadores. Loreto, el objetivo final de la segunda etapa de la caminata, lo alcanzamos el 5 de febrero.